Paul Celan |
Trad. José Luis Reina Palazón
Ojo oscuro en septiembre
Tiempo: celada de piedra. Y más copiosos se derraman
los bucles del dolor en torno al rostro de la tierra,
la ebria manzana, bronceada por el aliento
de un proverbio perverso: precioso y reacio al juego,
al que se libran en el maligno
reflejo de su futuro.
Por segunda vez florece el castaño:
un signo de la míseramente encendida
esperanza del pronto
retorno de Orion: de los ciegos
amigos del cielo el fervor de claras estrellas
lo llama a la altura.
No celado a las puertas del sueño
combare un ojo solitario.
Lo que a diario sucede,
le basta saber:
en la ventana oriental
se le aparece de noche la enjuta
figura andante del sentimiento.
En la humedad de su ojo hundes tú la espada.
Piensa conmigo: el cielo de París, el gran cólquico otoñal...
Compramos corazones a las floristas:
eran azules y se abrían en el agua.
Comenzó a llover en nuestra habitación
y nuestro vecino llegó, Monsieur Le Songe, un hombrecillo enjuto.
Jugamos a las cartas, perdí mis pupilas;
me prestaste tu cabello, lo perdí, él nos abatió.
Salió por la puerta, seguido por la lluvia.
Estábamos muertos y podíamos respirar.
Cuando la taciturna llega y decapita los tulipanes:
¿Quién gana?
¿Quién pierde?
¿Quién sale a la ventana?
¿Quién pronuncia primero el nombre de ella?
Es uno que lleva mi cabello.
Lo lleva en las manos como se llevan los muertos.
Lo lleva como el cielo llevó mi cabello el año en que amé.
Lo lleva así por vanidad.
Ése gana.
Ése no pierde.
Ése no sale a la ventana.
Ése no pronuncia el nombre de ella.
Es uno que tiene mis ojos.
Los tiene desde que se cierran las puertas.
Los lleva en el dedo como anillos.
Los lleva como trozos de placer y zafiro:
ya era mi hermano en el otoño;
ya cuenta los días y las noches.
Ése gana.
Ese no pierde.
Ese no sale a la ventana.
Ese pronuncia por último el nombre de ella.
Es uno que tiene lo que he dicho.
Lo lleva bajo el brazo como un hatillo.
Lo lleva como el reloj su peor hora.
Lo lleva de umbral en umbral, no lo tira.
Ese no gana.
Ese pierde.
Ése sale a la ventana.
Ése pronuncia primero el nombre de ella.
Ése será decapitado con los tulipanes.
Malvada como arenga de oro comienza esta noche.
Comemos las manzanas de los mudos.
Hacemos una obra que de buen grado se confía a su estrella;
nos tenemos en el otoño de nuestros tilos como un rojo de bandera pensativo,
como ardientes huéspedes del sur.
Juramos por Cristo el Nuevo desposar el polvo con el polvo,
los pájaros con el zapato caminero,
nuestro corazón con una escalera en el agua.
Prestamos ante el mundo los sagrados juramentos de la arena,
los juramos de buen grado;
los juramos en voz alta desde los techos del sueño sin sueños
y agitamos la blanca cabellera del tiempo...
Ellos gritan: ¡Vosotros blasfemáis!
Tiempo ha que lo sabemos.
Tiempo ha que lo sabemos, ¿pero qué importa?
Vosotros moléis en los molinos de la muerte la blanca harina de la promesa,
vosotros la ofrecéis a nuestros hermanos y hermanas -
Nosotros agitamos la blanca cabellera del tiempo.
Vosotros nos amonestáis: ¡Blasfemáis!
Bien lo sabemos,
que venga la culpa sobre nosotros.
Que venga la culpa sobre todos nuestros signos premonitorios,
que venga la mar gorgogeante,
la ráfaga acorazada de la conversión,
el día de medianoche,
¡que venga lo nunca sido!
¡Que venga un hombre de la tumba!
Piedra en la que te esculpí
cuando la noche devastó sus bosques:
te esculpí como árbol
y te envuelvo en lo pardo de mi más suave adagio
como en una corteza -
Un pájaro,
de la más redonda lágrima salido,
se agita como fronda sobre ti:
tú puedes esperar
hasta que enrre todos los ojos un grano de arena destelle por ti,
un granito de arena
que me ayudó a soñar
cuando me sumergí para encontrarte -
Hacia él brota tu raíz
que te da alas cuando el suelo se encandece de muerte,
te alzas
y delante de ti voy en vilo como una hoja
que sabe dónde se abren las puertas.
Bien antes de la tarde
hace tránsito en tu casa quien ha cambiado el saludo con la oscuridad.
Bien antes del día
despierta
y enciende un sueño antes de irse,
un sueño resonante de pasos:
lo oyes recorrer las lejanías
y arrojas tu alma hacia allí.
¡Atardecer de las palabras
Un paso y otro más,
un tercero cuya huella
no borra tu sombra:
- Zahori en el silencio!
la cicatriz del tiempo
se abre
y cubre la tierra de sangre -
Los dogos de la noche de palabras, los dogos
ladran ahora
en tus adentros:
(estejan la más salvaje sed,
el hambre más salvaje...
Una última luna salta para ayudarte:
un largo hueso argénteo
-pelado tal el camino por el que vinistelanza
ella entre la jauría,
pero no te salva:
el rayo que tú despertaste
espumea acercándose
y encima flota un fruto
en el que tú antaño mordiste.
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